POR UN MUNDO MAS JUSTO

viernes, 7 de marzo de 2008

Aqui esta un texto que acabo de recibir por mail, leerlo y ...

Me encontraba tumbado en el sofá. Vivo solo y mi alimentación deja mucho que desear. Dentro del microondas había un producto precocinado que no sabría describir demasiado bien. La televisión me mostraba un partido de la Liga de Campeones y, no contento con la narración, había sintonizado la radio y tenía puesto, en su máximo volumen posible, el receptor. Una bolsa de patatas fritas, una coca-cola mezclada con algo de alcohol… ¡qué lejos me sentía del trabajo! Madrid, con su bullicio, con su incombustible amalgama de colores, olores y sabores, me atosiga, me agobia; siempre tengo demasiadas cosas que hacer. El partido agotaba sus últimos minutos. El zumbido del microondas no cesaba y mi hambre tampoco. De repente, sucedieron a la vez tres cosas que resultaron ser importantes. Mi quietud se quebró. Un gol. Un timbre sonó, anunciando la eclosión de mi cena. Se fue la luz.

Tumbado en el sofá, con todas las luces apagadas, con la comida esperándome en la cocina, sin conocer el resultado final del partido, me puse de pie. De golpe, sin mucho sentido, descubrí que no debía estar en aquel lugar, aunque fuera mi casa. Sí, ¡no me miréis así! ¿No os ha pasado nunca? ¿Nunca os ha pasado que un buen día os despertáis, os miráis, os dais cuenta de que nada a vuestro alrededor tiene sentido? Tengo una casa grande. He trabajado mucho para comprarla, pero mis nietos heredarán la hipoteca. Tengo un coche confortable, robusto y elegante. Cuando me siento mal, tomo el coche y me pierdo por alguna carretera lejana. En mitad de la noche, se me disipó el hambre como el humo de un cigarrillo arrojado al váter.
Bajé al garaje e introduje la llave en el contacto. Arranqué y el motor relinchó, me hizo sonreír. ¡Me siento tan orgulloso de mi coche! Se abrió la puerta. Embrague, primera, rampa ascendente… pisé el acelerador y me vi en la calle. Las farolas del barrio estaban en penumbra. Según parece, yo no era el único que se quedaría sin conocer el resultado final del partido. Sin embargo, yo sí era el único que había sentido la necesidad de escapar de Madrid. Necesitaba escapar de Madrid. Algo en mi interior me pedía que marchara muy lejos. ¿El motivo? No lo conocía. Seguí mi instinto, seguí mi corazón, me dejé llevar.

Apagué el GPS. Su voz me distrae. No pensé, pero necesitaba pensar. Tomé la Nacional IV, pero bien podría haber escogido cualquier otra vía. Me dejé guiar por mi instinto. Proyecté las luces del coche más arriba y me abrí paso en la ventisca. Poco a poco, Madrid fue perdiendo peso, se liberó mi corazón. Sin tanto que perder, sin tanto miedo a no estar a la altura, sentí la llamada de mi instinto, de mi conciencia. Dejé de pensar en lo correcto, en el madrugón que me esperaba. Dejé de pensar en los clientes del bufete, en los pasantes, en las costas de los juicios. Dejé de pensar que al día siguiente debía defender a un hombre a quien considero culpable. Dejé de lado todo, mi coche siguió avanzando y me introduje en cierto trance extraño. No era mi coche, era yo el que recorría las curvas, el que avanzaba… durante horas. Jamás me he concentrado tanto frente al volante, jamás me he concentrado tanto ante algo. Jamás he deseado con tantas ganas que la carretera no termine. Pero terminó. Me había recorrido la Nacional IV al completo y seguía sintiendo la necesidad de avanzar más, de encontrar algo más que me acercara a mí mismo, que disipara mis dudas, que me hiciera encontrarme a mí mismo, que le diera sentido a un camino tan largo y tan caótico. Me propuse seguir avanzando mientras pudiera, mientras siguiera existiendo un camino para mí, mientras la Península no se me acabara. Pero se acabó. Se agotó la Península y tuve que aparcar el coche. Junto al mar, frente al mar, había llegado a buen puerto.

Sin saber por qué (aún), había llegado hasta Algeciras y, pese a todo, me seguía sintiendo tan vacío como cuando la luz se marchó y me dejó de golpe sin el final del partido. Necesitaba encontrar algo, sentía la llamada en mi pecho… Me sentía tan vacío como vacío me sentía sobre ese sofá, viendo el partido, a punto de comer una amalgama indescriptible, descongelada, que tiende a vencer mi hambre, pero que no me llena. Me deja vacío y… Ya que había llegado hasta el puerto, ¿por qué no tomaba ese barco que frente a mí amenazaba con zarpar? Suelo viajar mucho, por motivos de trabajo. Llevo el pasaporte en la guantera, siempre: adecuado y en orden. Nadie le cierra las fronteras a una persona que lleva un buen coche, que tiene dinero. ¿A Tánger? ¿Y por qué no? A decir verdad, no se me ocurría nada mejor para hacer en ese momento y mi instinto me pedía que marchara hacia allá, me gritaba que la respuesta que buscaba se encontraba allí, aunque aún no entendiera demasiado bien por qué. Ya no me podría escapar de la madrugada. Eso sí, me atormentaba pensar en el día que estaba a punto de prorrumpir. ¿Qué pensaría mi jefe cuando yo lo llamara desde allí? ¿Qué pensaría cuando le dijera que no me encontraba en la ciudad, que no acudiría a trabajar, que no me encontraba bien y que me había marchado en un barco hacia un país africano?

El mar. Siempre me ha mareado. Cuando era pequeño me contaron que nos transmite los pensamientos y deseos de los que están al otro lado. Tras escuchar esa historia, pasé horas contemplando sus rumores. Tras ese tiempo, confesé a mi madre que a mí el único sonido que me transmitía el mar era el ulular de los niños pequeños que lloraban, muy lejos, allá en África. Mi madre, aterrorizada, no se podía creer que yo me fijara tanto en los niños pobres que acostumbraban a salir en la tele. De un modo, por algún motivo, me era demasiado difícil olvidarme de ellos. Me era imposible, diría yo, cerrar los ojos. Podía entretenerme, pude entretenerme durante mucho tiempo, pero no los olvidaba, jamás los olvidé. Hice otras cosas, acabé la carrera, me compré un coche del que sentirme orgulloso… pero jamás los olvidé, tampoco ahora. Siempre me daba por pensar que demasiada gente necesitaba que rompiera mi comodidad y que saliera de casa para cambiar el mundo, aunque eso conllevara parecer loco. Jamás he podido olvidar que me siento en deuda con todos ellos. No es culpa mía que sean pobres, ¡claro que no! No tengo la culpa, pero siento que sí puedo hacer mucho más. Está claro que son los gobernantes los que toman las decisiones importantes … ¡yo soy tan solo un abogado! No depende de mí, claro que no. Nada de eso depende de mí, pero sí puedo hacer mucho más. ¡Yo solo no puedo cambiar el mundo, pero algo sí puedo hacer! ¿No puedo, acaso, dar un poco la lata a los que sí tienen el poder?

Bajé del barco. Mi coche se había quedado en Algeciras. ¡Odio caminar! Me interné en la ciudad. Así que… ¿esto es África? ¡Yo pensaba que estaba más lejos! Hace un rato, como quien dice, estaba viendo el fútbol en mi casa. Tan solo han pasado unas horas. Sin embargo, esto no se parece demasiado a Madrid. Podría describiros lo que veo, con mucho detalle, centrándome en las personas que están tumbadas sobre el suelo, en las esquinas, cubiertos con cartones… pero no quiero que nadie se asuste. Ha amanecido. Entro en un bar. Está vacío. Es temprano y junto a la barra tan solo hay un hombre. Me aproximo, lo observo y siento conmiseración porque está triste. Tiene una taza de café entre las manos y mira al infinito, parece no haber dormido tampoco, parece haber realizado un largo viaje. A diferencia de toda la gente que me he cruzado por la calle, él sí va bien vestido. Tiene la corbata fláccida, pero la tiene. Es español. Lo sé porque me mira y me pregunta, con la mayor parsimonia del mundo, como si aquello le sucediera todas las mañanas, algo que va a cambiar mi vida. -“¿Tú de dónde eres? Yo soy de Barcelona. Supongo que también estabas viendo el partido, supongo que te ha pasado lo mismo que a mí”.

Calma tensa. Reflexiono. ¡No es posible! ¡No me puede estar pasando lo que me está pasando! Finalmente, asiento. ¡No comprendo esta situación! Le confieso que vengo de Madrid, que iba por el otro equipo, que tampoco conozco el resultado final. Charlamos un rato. En efecto, nos ha pasado lo mismo. Los dos hemos sentido lo mismo, el mismo impulso, los dos hemos seguido nuestro instinto. Los dos sentimos la misma necesidad de ayudar a los demás y ninguno de los dos sabemos por dónde comenzar. ¿Cuánta gente sentirá como nosotros?

“Oye, y hablando del partido… si has llegado hasta aquí por el mismo motivo que yo…¡Algo tenemos que hacer! Hay demasiada gente que lo pasa mal y sigue sin conseguirse una verdadera justicia. Mañana he de regresar a mi trabajo, volveré a Madrid. Pero antes necesito creerme que ha servido para algo recorrer tantísimos kilómetros”.

© Fernando Fedriani 2008
fernandofedriani@gmail.com

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