Cuando se establece una nueva relación donde parece que el amor asoma y el contacto se hace intenso, el entusiasmo se apodera de nosotros, nos sentimos creativos, inspirados, parece como si el otro sacara lo mejor de nosotros.
La vida misma toma un nuevo color, como si el otro lograra inspirarnos. En realidad, lo que nos inspira es sentirnos llenos de amor, especialmente del propio y no tanto del que el otro nos da.
Cuando llegamos a tocar nuestra fuente de amor, nos sentimos felices, se nos abre el corazón y la vida es otra. Es una cualidad nuestra. Es cierto que el otro tiene la posibilidad de pulsar en un lugar especial y hacernos despertar esa parte dormida, pero no debemos olvidar que, dormida o no, esa parte era y es nuestra.
La prosperidad de una relación depende de la manera en que encaremos esos movimientos de acercamiento y distancia, de encuentro y desencuentro, del contacto y retirada, sobre todo porque es imposible pretender que no se produzcan.
Afortunadamente se aprende de la convivencia, porque con el tiempo el hombre permite que aflore su parte femenina, vulnerable y contenedora, que escucha y espera, sin verse obligado a dar soluciones; la mujer da lugar a su parte masculina, exhibiendo su independencia y su capacidad de acción.
También es difícil, al principio, aprender a convivir con los espacios privados del otro. En cualquier momento alguno de los dos puede necesitar un poco de distancia para saber que no se ha perdido en el otro, una actitud más frecuente ene le hombre, pero no exclusiva de él. En general las mujeres nos sentimos cómodas en un mar de emociones, mientras que los hombres sienten que “naufragan” en cada tormenta.
Sin darnos cuenta, pretendemos convertirnos en el centro de su atención sin contemplar siquiera que somos los recién llegados al mundo del otro: un mundo previo lleno de trabajo, de amigos, de hábitos y de costumbres que no desaparecen porque hayamos aparecido.
Por eso, así como necesitamos desprendernos del miedo, también es preciso saber cuidarnos y para ello podemos tomar cada alejamiento como una oportunidad para ver que nos sucede y darnos un espacio para reflexionar sobre la manera en que se está dando la relación. En esa soledad podemos ejercitar nuestra confianza, liberarnos de la necesidad de confirmación constante, para observar libremente quien es uno, quien es el otro y desde allí elegir.
Si el amor anda rondando, el que ha necesitado la distancia volverá por su propia “decisión”, con la serenidad de haber obtenido lo que necesitaba, saber que es por su “voluntad” que está allí. Solo entonces abrirá la compuerta a su corazón que le pide otra vez intimidad e intensidad.
A medida que la relación crece, las retiradas disminuyen y es posible permanecer con confianza en la intimidad, aunque no está de más concederse de mutuo acuerdo, espacios a los cuales retirarse. La existencia de estos espacios, lejos de debilitar la relación, se transforma, en las buenas parejas, en un factor que contribuye a su buena salud.
Es importante recordar que cada relación es una nueva oportunidad para resolver viejos problemas.
Si sabemos mirar, en la pareja hay un aprendizaje forzoso del otro, y justamente por eso podemos llegar a conocer mucho de nosotros mismos. Los conflictos de pareja muestran nuestros puntos vulnerables. Por eso, si lo sabemos aprovechar, cada pareja nos brinda la ocasión de conocernos y madurar.
Cuando uno se da cuenta de esto, siente la tentación de cerrarse al amor. Porque el desafío de abrirse a él, conlleva las posibilidades y las dificultades de cualquier camino de crecimiento.
Siempre hay dos opciones existenciales:
Estamos en el amor o estamos en el miedo.
Cuando estamos instalados en el miedo, tememos ser heridos y el corazón se cierra, el ego toma el control y queremos un disfrute sin riesgos. Nos volvemos posesivos, queremos todo de todos, que nos contengan, que nos tengan en cuenta permanentemente, que no nos sofoquen ni manipulen.
Queremos, queremos y queremos; Y HASTA NUESTRO DAR ES EVALUADO SEGÚN LO QUE HEMOS DE RECIBIR.
Cuando uno se separa de la historia actual y puede observar la manera en que el miedo trabaja, en esa acción se gana conciencia y el miedo afloja.
Existe la tendencia a creer que es el otro el que nos da su amor. Sin embargo, en la práctica, el otro solo es un espejo del amor que damos.
Desde este punto de vista, amar es encontrar al ser que es capaz de reflejar el amor que irradiamos.
Pero si no nos damos cuenta de que el otro es solo nuestro espejo, cuando la separación ocurre, nos aterramos al creer que al irse el otro de lleva nuestra capacidad de amar, aunque eso sea tan absurdo como pensar que me rompo en mil pedazos si alguien destruye el espejo en el que me estoy mirando.
Al saber que mi capacidad de amar es mia y nadie puede llevársela, uno de los miedos frente a su partida desaparece.
El miedo tiene mucho poder, sobre todo cuando no es consciente, y por eso conocer y aceptar nuestros temores nos ayuda a desatarlos.
No hay manera de saber de antemano como va a funcionar una relación, ni de calcular si va a perdurar toda la vida, pero se puede ayudar a que así sea, se consigue entregándonos a lo que hay, sin exigencias, sin expectativas.
No es fácil.
Hemos sido heridos y no queremos que vuelva a suceder, y para evitarlo tenemos ideas, estrategias y expectativas acerca de cómo debe ser nuestra próxima relación. Nos volvemos rígidos, exigentes y no dejamos que la relación fluya de forma natural. Queremos empujar el rio, para que corra por donde decidimos que nos conviene, y entonces la relación se vuelve forzada y sin libertad.
Si el amor gana sobre el miedo, si sabemos mirarnos y nos dejamos mirar, tendremos la mejor ocasión de madurar, y así nuestra capacidad de amar podrá ir en aumento.
A medida que crecemos, dejamos atrás la amanera de enamorarnos de los veinte años.
Quizá quede atrás algo de locura, pero pueden abrirse paso la profundidad y la madurez, una madurez necesaria para que, sin dejar de buscar un amor perfecto, seamos capaces de disfruta de un amor real, entre personal reales.
Extraído del libro: “SEGUIR SIN TI” de Jorge Bucay & Silvia Salinas.
La vida misma toma un nuevo color, como si el otro lograra inspirarnos. En realidad, lo que nos inspira es sentirnos llenos de amor, especialmente del propio y no tanto del que el otro nos da.
Cuando llegamos a tocar nuestra fuente de amor, nos sentimos felices, se nos abre el corazón y la vida es otra. Es una cualidad nuestra. Es cierto que el otro tiene la posibilidad de pulsar en un lugar especial y hacernos despertar esa parte dormida, pero no debemos olvidar que, dormida o no, esa parte era y es nuestra.
La prosperidad de una relación depende de la manera en que encaremos esos movimientos de acercamiento y distancia, de encuentro y desencuentro, del contacto y retirada, sobre todo porque es imposible pretender que no se produzcan.
Afortunadamente se aprende de la convivencia, porque con el tiempo el hombre permite que aflore su parte femenina, vulnerable y contenedora, que escucha y espera, sin verse obligado a dar soluciones; la mujer da lugar a su parte masculina, exhibiendo su independencia y su capacidad de acción.
También es difícil, al principio, aprender a convivir con los espacios privados del otro. En cualquier momento alguno de los dos puede necesitar un poco de distancia para saber que no se ha perdido en el otro, una actitud más frecuente ene le hombre, pero no exclusiva de él. En general las mujeres nos sentimos cómodas en un mar de emociones, mientras que los hombres sienten que “naufragan” en cada tormenta.
Sin darnos cuenta, pretendemos convertirnos en el centro de su atención sin contemplar siquiera que somos los recién llegados al mundo del otro: un mundo previo lleno de trabajo, de amigos, de hábitos y de costumbres que no desaparecen porque hayamos aparecido.
Por eso, así como necesitamos desprendernos del miedo, también es preciso saber cuidarnos y para ello podemos tomar cada alejamiento como una oportunidad para ver que nos sucede y darnos un espacio para reflexionar sobre la manera en que se está dando la relación. En esa soledad podemos ejercitar nuestra confianza, liberarnos de la necesidad de confirmación constante, para observar libremente quien es uno, quien es el otro y desde allí elegir.
Si el amor anda rondando, el que ha necesitado la distancia volverá por su propia “decisión”, con la serenidad de haber obtenido lo que necesitaba, saber que es por su “voluntad” que está allí. Solo entonces abrirá la compuerta a su corazón que le pide otra vez intimidad e intensidad.
A medida que la relación crece, las retiradas disminuyen y es posible permanecer con confianza en la intimidad, aunque no está de más concederse de mutuo acuerdo, espacios a los cuales retirarse. La existencia de estos espacios, lejos de debilitar la relación, se transforma, en las buenas parejas, en un factor que contribuye a su buena salud.
Es importante recordar que cada relación es una nueva oportunidad para resolver viejos problemas.
Si sabemos mirar, en la pareja hay un aprendizaje forzoso del otro, y justamente por eso podemos llegar a conocer mucho de nosotros mismos. Los conflictos de pareja muestran nuestros puntos vulnerables. Por eso, si lo sabemos aprovechar, cada pareja nos brinda la ocasión de conocernos y madurar.
Cuando uno se da cuenta de esto, siente la tentación de cerrarse al amor. Porque el desafío de abrirse a él, conlleva las posibilidades y las dificultades de cualquier camino de crecimiento.
Siempre hay dos opciones existenciales:
Estamos en el amor o estamos en el miedo.
Cuando estamos instalados en el miedo, tememos ser heridos y el corazón se cierra, el ego toma el control y queremos un disfrute sin riesgos. Nos volvemos posesivos, queremos todo de todos, que nos contengan, que nos tengan en cuenta permanentemente, que no nos sofoquen ni manipulen.
Queremos, queremos y queremos; Y HASTA NUESTRO DAR ES EVALUADO SEGÚN LO QUE HEMOS DE RECIBIR.
Cuando uno se separa de la historia actual y puede observar la manera en que el miedo trabaja, en esa acción se gana conciencia y el miedo afloja.
Existe la tendencia a creer que es el otro el que nos da su amor. Sin embargo, en la práctica, el otro solo es un espejo del amor que damos.
Desde este punto de vista, amar es encontrar al ser que es capaz de reflejar el amor que irradiamos.
Pero si no nos damos cuenta de que el otro es solo nuestro espejo, cuando la separación ocurre, nos aterramos al creer que al irse el otro de lleva nuestra capacidad de amar, aunque eso sea tan absurdo como pensar que me rompo en mil pedazos si alguien destruye el espejo en el que me estoy mirando.
Al saber que mi capacidad de amar es mia y nadie puede llevársela, uno de los miedos frente a su partida desaparece.
El miedo tiene mucho poder, sobre todo cuando no es consciente, y por eso conocer y aceptar nuestros temores nos ayuda a desatarlos.
No hay manera de saber de antemano como va a funcionar una relación, ni de calcular si va a perdurar toda la vida, pero se puede ayudar a que así sea, se consigue entregándonos a lo que hay, sin exigencias, sin expectativas.
No es fácil.
Hemos sido heridos y no queremos que vuelva a suceder, y para evitarlo tenemos ideas, estrategias y expectativas acerca de cómo debe ser nuestra próxima relación. Nos volvemos rígidos, exigentes y no dejamos que la relación fluya de forma natural. Queremos empujar el rio, para que corra por donde decidimos que nos conviene, y entonces la relación se vuelve forzada y sin libertad.
Si el amor gana sobre el miedo, si sabemos mirarnos y nos dejamos mirar, tendremos la mejor ocasión de madurar, y así nuestra capacidad de amar podrá ir en aumento.
A medida que crecemos, dejamos atrás la amanera de enamorarnos de los veinte años.
Quizá quede atrás algo de locura, pero pueden abrirse paso la profundidad y la madurez, una madurez necesaria para que, sin dejar de buscar un amor perfecto, seamos capaces de disfruta de un amor real, entre personal reales.
Extraído del libro: “SEGUIR SIN TI” de Jorge Bucay & Silvia Salinas.
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